La cerecita roja
Picotina era muy apreciada y conocida en el reino de las cerezas. Su piel brillaba siempre de forma especial y su voz era tan dulce como su tierna mirada. Pero lo que más admiración provocaba era su cara de color rojo intenso. Vivía en el hermoso Valle del Jerte y allí todos la conocían como... ¡¡¡Cerecita Roja!!!
Una mañana, mamá Picota le mandó llevar comida a su abuelita, que vivía cerca de un hermoso cerezo, a las orillas del río Jerte.
–Toma, Picotina. Ponte tu capa y ve a casa de la abuelita a llevarle su comida, que está un poco resfriada –propuso mamá Picota.
–De acuerdo, mamá –asintió la cereza obediente.
–No te distraigas por el camino y no hables con desconocidos. Dicen que merodea por ahí un pulgón malvado que se come las cerezas más dulces. Y ya sabes, nosotras somos exquisitas, así que ten los ojos bien abiertos.
–No te preocupes mamá, soy una cereza muy lista, he aprendido de ti –le dio un beso y se puso en marcha.
El día era espléndido; el sol hacía brillar aún más la piel de la bella picota del Jerte, Cerecita Roja, y la pequeña cereza saltaba de alegría con su cestita de madera de castaño. Saludó al agricultor, que iba a trabajar la tierra con su pequeño tractor:
–Hasta luego, señor agricultor, que tenga un buen día.
–Adiós, Cerecita, estás preciosa. Lleva cuidado con el negro pulgón, que a veces se disfraza; es más astuto que un lobo.
Al poco tiempo, escuchó un sonido extraño que no había oído jamás:
–¡¡¡Píorrr, píorr!!!
–Anda, si eres un pajarito con el ala rota, ¿no puedes volar?
–Me he escapado del nido, hasta el verano no tenía que haber intentado volar.
–No te pongas triste, pajarito, que yo te ayudaré.
Cerecita Roja sacó de la cestita un poco de mermelada de cereza y se la extendió por el ala al dolorido pajarito.
–Mucho mejor, gracias. Intentaré volar ahora –dijo el pájaro agradecido.
–Sube al cerezo, mis primas te ayudarán.
Y así fue. El pajarito se lanzó desde la copa del cerezo y moviendo con fuerza las alas voló y saludó a su nueva amiga cereza desde el aire:
–Adiós, Cerecita Roja, y muchas gracias. Si me necesitas algún día, silba y acudiré en tu ayuda. ¡¡Adióóós!!
La joven picota del Jerte siguió su camino y de pronto sintió sed. Se acercó hasta el río Jerte para beber un traguito de agua fresca.
–¡Huy! ¿Quién eres tú? –exclamó mirando el agua.
Y nadie dijo nada. Ella se volvió hacia atrás, pero no vio a nadie.
–¡Ah! Ya sé, es mi reflejo en el agua cristalina.
Se echó un poquito de agua en la cara para refrescarse y al instante apareció un hada con forma de gota de agua: era el Hada del Jerte. Le contó que si deseaba ayuda no tenía más que frotarse su tersa piel roja y ella acudiría al momento donde estuviese.
Cerecita Roja estaba pasando un día estupendo y se sentía muy feliz. Y, poco antes de llegar al cerezo de la abuela, se topó con otra sorpresa:
–Hola, niña guapa, ¿dónde vas? –le dijo una voz que salía de una piedra.
–Hola, voy a casa de la abuela Picota, en el último cerezo, y tú, ¿quién eres?
–Yo soy una piedra del camino y cuento a la gente que pasa por aquí, nada más.
–Muy bien, pues adiós, señora piedra, y que usted lo cuente bien.
–Adiós, pequeña, hasta pronto...
–¡¿Cómo?! –exclamó la pequeña cereza.
–Nada..., decía... que... es pronto, es pronto todavía, buenos días. ¡Je, je, je, je!
Y Cerecita Roja siguió caminando con cierto temor. De pronto, la extraña piedra desplegó sus alas y comenzó a volar hacia la casa de la abuela. Cerecita llegó por fin a casa de su abuela.
–¡Abuelaaa! –llamó, pero nadie le contestó.
Qué raro, la abuelita tenía el ordenador conectado y nunca lo solía dejar encendido... La valiente picota del Jerte llegó a la habitación y allí estaba la abuela metida en la cama.
–Hola Cerecita, ¿qué me traes para comer? –preguntó con voz de catarro invernal.
La abuela se incorporó lentamente y continuó:
–Vaya... a ver lo que tenemos aquí, una rica sopa de huesos de cereza al ajillo...
–Sí, abuela, ya sabes que es muy buena para fortalecer los huesos –respondió Cerecita.
–Y ensalada de cerezas maduras. Y de postre... ¡picotas del Jerte!
–Claro, tienen un montón de vitaminas y así no te oxidarás, abuela.
–¡Qué cosas tienes, pequeña! Pero...
–¿Qué ocurre abuela? ¿Por qué pones esa extraña mirada?
–Pues… porque... ¿dónde está el rabito de las cerezas?
Cerecita ya no tenía dudas. Fue la prueba decisiva. Si la que estaba en la cama fuera su abuela verdadera, nunca hubiese preguntado por el rabo de las picotas del Jerte, nunca. Entonces, quien ocupaba la cama era un malvado impostor, seguramente el pulgón del que le habían hablado.
–Ven, pequeña, ven... acércate un poquito más a tu querida abuelita –propuso el impostor.
Y Cerecita Roja del Jerte decidió pedir ayuda de forma discreta. Silbó una canción y se frotó su piel roja. Casi al instante, aparecieron en la habitación el pajarito y el Hada del Jerte. Y, a través de la ventana, se divisaba la silueta del agricultor, que había seguido a Cerecita para protegerla del pulgón.
El agricultor, rápidamente, espantó al pulgón y lo fumigó. El pajarito lo picoteó con su fino pico y el Hada del Jerte, como era un hada, se lo llevó para siempre a las estrellas.
Entre todos ayudaron a la abuela a bajar de la copa del cerezo, donde el malvado pulgón la había subido.
–Abuela Picota, ¡qué contenta estoy de volver a verte!
Y la abuela y Cerecita Roja, la Picotina más dulce del Jerte, se fundieron en un abrazo que hizo brillar mucho más el sol.
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